Esto es el planeta corderoy, ponete el casco!!

jueves, noviembre 10

Extracto de La metamorfosis (El Asno de Oro, APULEYO)

Insistiendo en la veracidad de estas informaciones y sumamente agitada, entra en la estancia y saca del cofre la cajita; yo recojo esta cajita con ambas manos y la cubro de besos; en primer lugar la conjuro para que me otorgue el favor de un vuelo feliz; al instante me despojo de toda mi indumentaria y meto ansiosamente las manos dentro; saco un poco más de ungüento y me froto a fondo todos los miembros de mi cuerpo. El ardiente deseo de parecer un ave me lleva a mover alternativamente mis brazos; no aparece el menor síntoma de pelusa ni de plumas; la clara realidad es que mis pelos se endurecen como cerdas; mi suave cutis adquiere la rigidez del cuero; en mis extremidades no se pueden ya contar los dedos, pues cada miembro termina en uno solo con una sola uña; y en la última vértebra me sale una larga cola. Mi rostro pierde toda proporción: me crece la boca, se me ensanchan las narices, me cuelgan los labios; de la misma manera se cubren de pelo y se desarrollan exageradamente las orejas. En la triste metamorfosis, como único consuelo, veo que, si bien ya no puedo tener a Fotis en mis brazos, se abrían para mí nuevas posibilidades naturales.

Sin saber cómo salir del trance, al fijarme en todos los pormenores de mi persona y ver que no era un ave sino un asno, me pongo a maldecir la conducta de Fotis; pero me faltaba ya el gesto y la palabra de las personas; tan sólo podía dejar caer el labio inferior y reclamar en silencio mirándola con los ojos húmedos. Ella, al verme en tal estado, empezó a golpearse desesperadamente la cara con ambas manos y exclamó: «¡Pobre de mí, estoy perdida! El miedo y la precipitación han hecho que me equivocara; el parecido de las cajas ha originado mi confusión. Por suerte es bastante fácil hallar un remedio a esta metamorfosis: pues te bastará masticar unas rosas y dejarás de ser asno para volver a ser en el acto mi querido Lucio. ¡Ojalá hubiera seguido esta tarde mi costumbre de ir a buscar unos ramos de flores! Así no hubieras tenido que esperar ni el transcurso de esta noche. Pero en cuanto amanezca, tendrás el remedio a tu disposición.

Así se lamentaba Fotis. Aunque yo era un asno perfecto y una acémila había sustituido mi personalidad de Lucio, no obstante conservaba la sensibilidad del hombre. En mi fuero interno deliberé mucho tiempo y muy a fondo si debía matar a aquella abominable malhechora haciendo recaer sobre ella una lluvia de coces y atacándola a mordiscos. Una reflexión más sensata me hizo desistir del peligroso proyecto: si mataba a Fotis para castigarla, eliminaría también la posibilidad de salvarme con su ayuda. Con la cabeza gacha y en movimiento, me puse a rumiar las circunstan­cias de mi humillación y, doblegándome ante el inexorable trance, me dirijo a la cuadra para hacer compania a aquel caballo que había sido mi dignísíma montura; allí encontré también instalado a otro asno, el de mi antiguo huésped Milón. Y si por un sentimiento secreto y natural hubiera entre los animales, aunque sin poder expresarse, alguna relación sagrada de hospitalidad, yo me figuraba que el caballo aquel, al reconocerme, me acogería con simpatía y me daría un trato de preferencia como huésped. Pero, ¡oh júpiter hospitalario! ¡Oh secretos designios de la Buena Fe! Mi noble corcel susurra al oído del asno y ambos conciertan inmediatamente mi ruina. Temen sin duda por su ración al verme acercarme al pesebre; y, con las orejas gachas, se lanzan rabiosos contra mí a coces despiadadas. Me echaron muy lejos de la cebada que la noche anterior habían servido mis propias manos a aquel queridísimo servidor.